El tren de los momentos

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Era un viernes por la mañana. Una vez más había cumplimentado mi jornada laboral; a la salida todo estaba minuciosamente rematado para a la carrera dirigirme hacia Salamanca, íbamos los tres Alvaro, Javier y yo... Recuerdo que al llegar tomamos el coche por hotel, zapatos por aquí, pantalones por allí, colonia para allá… Tras ello al café por los adelaños de la plaza; me sentía relajado, a gusto, con deseo de ver toros; demasiada paz… Ahora afirmo con rotundidad que aquello era el preámbulo, que todo estaba dentro de un bello guión. Aquel día Morante estuvo sublime, asaltó a la mayoría de los corazones del aficionado charro y se instaló en ellos para siempre. Recuerdo una estampa de los tendidos con la gente agitada, de pie, agitando sus brazos, frotándose los ojos, rompiéndose las palmas…y todo, porque Morante a cada encuentro con el toro entregaba su alma y eso se percibe y se valora. Ojala nunca se me borre de mi mente una serie al natural apoteósica que al rematar con el de pecho se le hizo interminable salir de ahí, llegar a las tablas, era como si la persona física, José Antonio, hubiera abandonado al torero, a Morante de la Puebla, y éste hubiera toreado inmejorablemente pero ya no era capaz de hacer algo tan sencillo como caminar... Aquello fue grandioso. Volví a mi ciudad en tren bajo la penumbra de la noche, entre el ruido estremecedor de las vías saboreando aquel momento que me había regalado don José Antonio Morante de la Puebla.



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